viernes, 18 de mayo de 2007

Carta de un moribundo

Escribo esta carta a mis seres cercanos y amados, a mi familia y amigos.
La muerte no es el mejor recuerdo sobre una persona, es profunda, es dolorosa, pero también es un alivio saber que ha muerto alguien a quien amaste y sufría en vida, te dan ganas de empuñar un par de copas e ir corriendo y sacarle del ataúd, abrir un vino añejo, de preferencia tinto, brindar por horas rememorando los tiempos pueriles.
Eso sentía en cada muerte de mi círculo cercano, sólo que yo, yo no sé reír en situaciones parecidas, siento gusanos en el estómago, comiéndose mis entrañas, saliendo por mis ojos y dejándome con el dolor. Ningún funeral es agradable, te obligan a ver a personas a quien siempre odiaste, a tu proverbial tía, que hizo de ti, el paria de la familia.
La agonía se prolonga aún mas cuando vistes de negro, te sientes el muerto, sólo que tu caminas y vas regando los huesos a cada paso que das, y no encuentras adónde sentarte o algún rincón en el que puedas llorar sin ser visto. Te avergüenza llorar en público, pero deberías mostrarte ante todos, así de esa manera; la gente llorando es bien vista, creen que amaste al que yace en el ataúd, pero no es así para la mayoría, lloran porque te llevas algo más importante que una amistad o su corazón ya roto; lloran los desdichados, ya que no podrás ayudarlos en sus problemas, lloran por tus consejos valiosos que se han de ir con tu cuerpo.
Descubrir que nadie te amo antes de tu ocaso, debe ser una doble muerte. Quisieras emerger de tus restos, odiar a toda la muchedumbre y dar consejos llenos de odio infinito.
Y caminarás por todos lados, te toparás con gente peleando, arrancándose el corazón, desorbitándose los ojos unos a otros, a los niños llorando como perros maullando, y te sentarás en la piedra de la esquina, a reírte de tu obra draconiana, pero pronto la risa se fugara de tu rostro, ya que donde estas sentado se trata de la piedra donde jugabas en tu niñez, entonces recordarás que alguna vez fuiste feliz, que toda la gente te traía en sus ojos, te cargaban entre sus manos llenas de felicidad, celebrando tu virtuosa etapa infantil.
¿Quieres llorar por lo hecho? Todos los que cometen errores desean llorar, pero no pueden, ya que viven en grandes ciudades, donde los faros nocturnos no les impiden esconder ese dolor en la oscuridad, provocado por sus pensamientos egoístas. Entonces huyen al mar, se escabullen entre las olas y, mientras nadan, comienza su llanto, nadie se dará cuenta de que lloran, las lágrimas se revuelven entre el agua salada, pero al salir, tus ojos están hinchados, rojos, el rostro se torna pálido. Es difícil esconder un rostro que ha sollozado, pero ya no importan los tabúes, es preferible llorar como un niño, o como un perro.
El día que murió mi madre, fue sobre una noche invernal, ya lo percibía, el aire me susurraba al oído dos días antes. Quería prevenirme de la ausencia venidera, entonces decidí abrazarla, darle algunos besos pendientes. Cuando llegó el momento, no me sorprendí, la gente me reclamaba mi falta de corazón -así lo llamaron, me quemaban con los ojos; al darme el pésame, me saludaban con sus manos, yo sentía que sus dedos eran agujas con veneno, hormigueaban las mías a su contacto y, tan fuerte apretaban, que sentí mazos golpeándomelas. Pero no es un dolor que muera alguien a quien amaste, que hizo tu vida, y que practicarás sus enseñanzas en un mundo hostil, como ella solía llamarlo, ay, en ocasiones la tristeza me secuestra, y la recuerdo cuando no sé preparar una taza café, quisiera sacarla de ese cubo de tierra e invitarla a cocinar mi platillo favorito, sentarla a mi lado, platicarle mis problemas amorosos, recibir un sermón y que al final me regale un abrazo lleno de comprensión. Hasta nunca madre, pero si existe ese otro mundo en que tanto creías, espero verte ahí, pronto.
Y lentamente vas quedando sólo, las personas van desapareciendo, las personas a quien amaste. Antes caminabas por el parque y a tu paso encontrabas a los ancianos que daban comida a las palomas, siempre los observaste y algún día te atreviste a platicar con ellos, rieron juntos y hasta tañeron la lira, pero ahora, ya no sucede, el tiempo se come a la gente, los envuelve entre minutos y horas, los hace descansar por la eternidad o tal vez hasta el próximo retorno del todo.

De esta forma es como te divorcias más fácil de la gente, si odias a alguien, no se lo demuestres, espera a que muera para hacer una tregua, llevándole ramos de lirios o tulipanes, las que fueron sus favoritas.
Tal vez mueras tu primero, talvez no te gusten las flores, odiabas el olor de la naturaleza, preferías el olor comercial de una ciudad cosmopolita. Para eso sirven las epístolas, tus deseos quedarán por anticipado, talvez no quieras que esa tía con prejuicios medievales llegue vestida de negro a tu funeral, sentirás que descansa contigo, a tu lado, pero el ataúd es sólo para uno. Bienaventuradas las epístolas.

Finalmente, el aire me ha susurrado mi ocaso. Reconozco su retrazo, mi visión comenzaba a desaparecer, conversaba con gente que no existía, era sólo el recuerdo y unas cuantas fotografías postradas sobre las sillas. En eso he convertido mis recuerdos, en infinitas memorias de infinitas personas, en infinitos lugares de tiempos infinitos, quiero convertirme en algo infinito, que nunca muera en la memoria de mi perro. Ah, mi perro, aún no decido si llevarlo conmigo o dejarlo que cuide de nuestra casa, hasta que desaparezca también sobre el pórtico, en el cual descansaba su pequeño cuerpo negro o dejarle encargado con el vecino al que tanto odié y que muerda y coma sus flores que tanto ama. Creo que sólo lo llevaré conmigo, el nunca me ha abandonado, después de todo, lo extrañaría más que ha un amigo, esos oportunistas, esperando necesitar algo para pedirlo y cuando lo tienes no lo piden, te lo arrancan de los brazos, con el riesgo de llevarse también tus manos, pero ya no quiero hablar de esos humanos aparentes. Me despido del mundo y no tanto, ya no tengo un por qué para quedarme, ya todo lo hice, menos creer en Dios. Disculpen que me despida –creo que no debería ofrecer disculpas, ya que yo no querré disculpar sus faltas. Desde hace unos minutos alguien toca la puerta y, mi perro no ha salido a ahuyentar al visitante, algo extraño en sus predecibles hábitos. Me despido hasta que el círculo comience la siguiente vuelta, además, el visitante esta por tirar la puerta de mi hogar, adiós, hasta siempre.