sábado, 30 de agosto de 2008

A mi madre

Ligera como la brisa
cubriste húmedamente la presencia de la noche,
y contagiaste con vestigios celestiales
la postre que provoca la disolución de las cosas
bajo el alcance de la misma contagiada noche.

Llegaste y plantaste tu semilla fértil
en tierra de mil pueblos,
y a veces llegaste y sólo dejaste
esa íntima esencia que provoca la medianoche.

Cansada como la madrugada,
te dejaste a ultimas las ropas de la vida,
y cuidaste de la magnitud de la tragedia
que previste con mesurado albedrío.

A deshoras de una primavera de mil novecientos y tantos,
desahogaste la marea baja
y convertiste los escrúpulos del momento
en el alfa de lo venidero
creando a tu voluntad humana
la esencia del circulo captor.

Y hoy, en la mañana de otro día cualquiera,
de la mañana de un año y estación que desconozco
persisto a forma tuya,
en tiempos donde la brisa llega pero no del todo.


César Palomares

El día que murió Borges

El día que murió Borges
se olvido el hombre del color amarillo,
pero a petición del difunto,
persistía un negro más oscuro
como el de su ceguera y media.

Las campanas de las iglesias modernas
como que lloraban y no tanto.
Los poetas
que por entonces andaban haciendo el amor a sus putas,
detuvieron el andar de sus sexos
y dejaron en la impaciente espera
la costumbre por publicar
para rezar a coro en estilo francés
una de esas odas que se componen
en cada año bisiesto.

El día de su muerte,
la esfinge inmortal del pecado
vació amarga, torpe animal,
las barricas de cedro celestial
hasta que los escombros de algunos días
cedieron a la hortaliza malas hierbas.

Y pasaron los días,
también sus noches
que asemejaban más a un lamento intimo
como el que hace Dios y la nada,
y Borges seguía difunto
y nadie que invocara algún efecto Lazaresco,
entonces se cerró la última curda
pero Borges seguía muerto.


César Palomares